La joven Sarah Qanan, de 18 años, había trazado un futuro prometedor: con excelentes calificaciones y una meta clara de convertirse en médica, su vida transcurría entre libros y sueños en la Franja de Gaza. Sin embargo, el conflicto armado que estalló en la región hace meses ha reducido sus ambiciones a una sola: sobrevivir.
Ahora, desplazada junto a su familia en un campamento de refugiados en Khan Younis, la realidad de Sarah contrasta drásticamente con sus planes pasados. Las temperaturas sofocantes dentro de una tienda de campaña improvisada, la escasez de agua y alimentos, y el constante sonido de los bombardeos han reemplazado las aulas y los laboratorios que alguna vez imaginó. «Antes pensaba en qué especialidad médica elegir, ahora solo pienso en si mañana amaneceré viva», confiesa con voz quebrada.
Según organizaciones humanitarias que operan en la zona, más del 80% de la población gazatí ha sido desplazada forzosamente, y entre ellos, miles de adolescentes como Sarah ven truncadas sus oportunidades educativas y profesionales. «Es una generación entera a la que se le está robando no solo su presente, sino también su futuro», denuncia un informe reciente de Naciones Unidas.

A pesar de las adversidades, Sarah intenta mantener viva su pasión por la medicina. En los escasos momentos de calma, repasa apuntes rescatados de su casa destruida y ayuda a vecinos heridos con los rudimentarios conocimientos que adquirió antes de la guerra. «Quizás algún día pueda estudiar, pero hoy Gaza no necesita estudiantes, necesita paz», reflexiona.
Mientras tanto, su historia se repite en incontables hogares a lo largo del territorio palestino, donde la moda y otras expresiones cotidianas de normalidad han quedado relegadas ante la urgencia de la supervivencia. En medio de la devastación, el sueño de Sarah —y el de muchos otros— permanece en suspenso, esperando que el silencio de las armas devuelva el espacio para soñar.

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