La creciente adaptación de videojuegos a la gran pantalla ha abierto un nuevo debate en la industria cinematográfica y, especialmente, en el mundo de la escritura creativa: ¿quién debe ser reconocido por el trabajo original que inspira estas nuevas producciones? El reciente estreno de Until Dawn, basada en el popular videojuego del mismo nombre, ha puesto de manifiesto una problemática recurrente, donde los autores originales de la obra de partida a menudo quedan excluidos de los créditos finales.
El caso de Larry Fessenden y Graham Reznick, guionistas del Until Dawn de 2015, ejemplifica esta situación. A pesar de haber creado el extenso y complejo guion que sirvió de base a la franquicia – un trabajo que les valió incluso un récord Guinness por la longitud de su texto – sus nombres no figuran entre los acreditados en la nueva película. Esta omisión, aunque no sorprendente según los propios Fessenden y Reznick, plantea interrogantes sobre el valor que se otorga a la propiedad intelectual y la autoría en un contexto cada vez más dominado por las adaptaciones transmediáticas.
Este fenómeno no es infrecuente en el mundo de los videojuegos. A diferencia de las adaptaciones de cómics, donde los creadores originales suelen recibir un reconocimiento formal, en la industria del videojuego la práctica común es dar crédito a la compañía desarrolladora y no a los individuos que concibieron la historia y los personajes. Este hecho cobra especial relevancia dado el auge de las adaptaciones de videojuegos como una fuente fiable de ingresos en la taquilla, como ha demostrado el éxito de A Minecraft Movie.

La situación ha generado reflexión dentro de la comunidad de guionistas de videojuegos. La falta de una regulación clara en este ámbito, sumada a la ausencia de una representación sindical efectiva, deja a los autores originales en una posición vulnerable, sin las herramientas necesarias para proteger sus derechos y reclamar el reconocimiento que les corresponde. C. Robert Cargill, guionista miembro del Writers Guild of America (WGA), señala que, técnicamente, los estudios cumplen con las normas del sindicato al no existir una directriz específica para acreditar a los escritores de videojuegos. No obstante, admite que el WGA carece de control sobre una industria que opera al margen de sus estatutos.
El debate se extiende a la definición misma de "obra interactiva", un concepto que desafía las categorías tradicionales de autoría y propiedad intelectual. La complejidad de los videojuegos, donde la narrativa se desarrolla en función de las decisiones del jugador, dificulta la aplicación de las normas habituales de la industria del cine y la televisión. Reznick apunta a las dificultades para obtener la aprobación de los estudios de videojuegos para firmar un contrato de programa interactivo, que podría garantizar beneficios en pensiones y salud, así como la posibilidad de unirse al WGA.
A pesar de que Fessenden y Reznick no buscan activamente el reconocimiento de Sony o de la WGA, sí lamentan la falta de una simple mención en los créditos de la película. Su caso pone de relieve la necesidad de replantearse las convenciones existentes y establecer un marco regulatorio que proteja los derechos de los escritores de videojuegos y reconozca su contribución a la creación de los universos narrativos que ahora conquistan la gran pantalla. La discusión está abierta y, a medida que las adaptaciones de videojuegos se multipliquen, la reivindicación de los autores originales ganará sin duda en intensidad.
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