En el corazón de Kabul, donde el polvo se mezcla con el murmullo de voces infantiles, una nueva realidad educativa se abre paso. Las madrasas, escuelas religiosas dedicadas al estudio del Corán, han proliferado en los últimos años, convirtiéndose en un refugio para miles de niños afganos privados de acceso a la educación formal. Con el sistema educativo tradicional debilitado por décadas de conflicto y las restricciones impuestas por el actual régimen, estas instituciones han asumido un papel crucial en la formación de las nuevas generaciones.
Los alumnos, vestidos con túnicas blancas y gorros tradicionales, llenan patios y callejones, repitiendo versículos bajo la atenta mirada de sus maestros. Aunque el enfoque religioso es innegable, para muchas familias estas escuelas representan la única alternativa viable. «No tenemos otra opción», admite un padre mientras observa a su hijo en una clase al aire libre. La educación secular, antes accesible, se ha vuelto un lujo en muchas zonas del país, especialmente para las niñas, cuyo acceso a las aulas sigue severamente limitado.
Las cifras son elocuentes. Según organizaciones locales, más del 60% de los niños en edad escolar en áreas urbanas asisten a madrasas, mientras que en las regiones rurales, donde la infraestructura educativa es casi inexistente, el porcentaje puede ser aún mayor. Aunque estas escuelas proporcionan estructura y disciplina, voces críticas advierten sobre la falta de un currículo diversificado, que incluya asignaturas como matemáticas, ciencias o literatura.

Sin embargo, para los líderes religiosos que dirigen estas instituciones, su labor va más allá de la enseñanza. «Estamos salvando a una generación del analfabetismo y la desesperanza», afirma un maestro en una de las madrasas más concurridas de la capital. Mientras tanto, organismos internacionales intentan negociar espacios para reintroducir gradualmente materias no religiosas, aunque los avances son lentos y están sujetos a la volátil situación política.
El debate sobre el futuro de la educación en Afganistán sigue abierto. Mientras tanto, en los barrios más humildes de Kabul, el eco de las lecciones coránicas marca el ritmo de una infancia que, contra todo pronóstico, lucha por no quedar en el olvido.

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